viernes, 16 de octubre de 2009

Capítulo 1 de "En el calor de la tarde"


Becerro
Blanca luna de charros campos viera
tus instantes primeros, y el mugido
que en los ecos del Yeltes confundido
a las cumbres de Alberca se subiera.
Alfonso Estudillo


1


La insistencia lejana del timbre le rasga el velo del sueño. Por un instante, aquel sonido a teléfono antiguo le parece parte de su fantasía onírica, sin embargo, lo acaba de oír sonar claramente en el largo pasillo de la fonda donde solía parar de novillero en Madrid. Confundido, el golpeteo de la lluvia contra los cristales de la ventana le devuelve a la realidad: aquel teléfono es el suyo, y salta de la cama. Nota el frío del suelo en tanto, a oscuras, lo tantea buscando las zapatillas. De pie, camina torpemente hacia el baño mientras se le ajustan las articulaciones, «me hago viejo» piensa aún acalambrado, maldiciendo el paso del tiempo y la pérdida de facultades. Con las prisas, no enciende la luz de la lámpara de la mesilla de noche, no hace falta, la edad y la próstata le han enseñado el camino al baño en completa oscuridad; mira de soslayo la hora en el despertador digital, el cuál le indica, en su verde fosforescente, que son las tres y veintidós de la madrugada del día 7 de diciembre y, la inquietud por la insistencia de la llamada le acalambra el vientre.
Fuera, el repiqueteo de la lluvia no mejora su desazón frente a las malas noticias que puedan transmitirle a esas horas. El teléfono móvil con su sonido a teléfono de otra época, igual al del pasillo de aquella fonda, sigue sonando insistentemente en el cuarto de baño donde lo dejase cargando al acostarse.
Carraspea para aclararse la voz, mientras piensa en Felicidad y en sus hijos.
—¿Diga? —responde preocupado.
—¿Maestro? —contesta una voz lejana y con eco—, soy yo, Juan Rojas, “El Ecijano”, ¿se acuerda usted de mí?, de la cuadrilla del maestro Romero, aquí en Quito.
—Sí, sí —contesta inquieto—, ¿ha pasado algo?
—Mire usted, maestro, y perdone por la hora —solloza el banderillero quebrándosele la voz—, que al maestro me lo ha matado un toro.
Rafael se sienta sobre la tapa del váter, mientras se observa en el espejo; se atusa el cabello y se ve viejo, abotargado.
—Pero, ¿está muy grave? —pregunta absurdamente mientras su mente busca no sabe qué, aún narcotizada por el sueño.
—No, maestro, está muerto, el toro lo cogió en los medios y cuando lo soltó, le había partido el corazón.
Vuelve a sollozar el banderillero mientras Rafael, en silen­cio, deja que el banderillero se reponga para seguir hablando.
—Maestro, el maestro Romero me dijo esa misma tarde en el hotel: mira, Ecijano, si algo me ocurriese me llamas al maes­tro Rafael que él sabrá cómo darle la noticia a Graciella.
Más sereno, el Ecijano continúa:
—Yo creo, maestro, que lo intuía: eran sus dos únicos toros de la feria. El primero era un bicho y el maestro no quiso ni verlo, ¡menuda bronca se armó! Pero es que el segundo fue mucho peor, maestro, el toro se emplazó en los medios y se defendía como un miura. Total, que iba yo para arrimárselo al tercio, pensando en la mala suerte de mi mata­dor, cuando me mandó que me tapase y ¡maldita sea!, me tapé.
—Oye, Ecijano, ¿dónde está Graciella? —interrumpe.
—Me dijo el maestro que la señora estaba en su casa de Salamanca —vuelve a quebrársele la voz—; me dijo también que se le­vanta sobre las nueve y que él la solía llamar a eso de las nueve y media para darle el parte, ya sabe usted, maestro, el cambio de horario. ¿Usted cree que sabía que lo iba a matar el toro?
Rafael no cree en intuiciones dramáticas.
—No, Ecijano, estas son casualidades de la vida. Nadie sabe lo que a uno le pueda ocurrir.

Rafael deja que el Ecijano se explaye en los detalles y quedan en mantenerse en contacto. Cuando cuelga el teléfono, hace ya tiempo que ha dejado de observar su desaliño en el es­pejo, aunque su mente sigue desbocada. Se pone el batín y baja al amplio salón de la finca. Hace demasiado frío y siente que ti­rita a pesar del calor interior que enrojece sus mejillas. Enciende la chi­menea y se prepara un café en la cocina mientras, agitado, no atina con las cosas o no sabe lo que está haciendo.

Sentado frente al fuego, la mirada perdida en el crepitar de las llamas, con el tazón de café cogido entre sus manos, piensa que no será capaz de comunicárselo él solo a Graciella. Toma el teléfono y llama a Felicidad: su móvil suena nítido en el silencio de la casa, viene del dormitorio, muy posiblemente de su mesilla de noche donde ella lo mantiene abandonado como casi siempre. Es curioso, piensa, Felicidad no tiene dependencia alguna de aquel aparatito que a tanta gente mantiene esclavizada.
Se encuentra solo y acobardado en aquel inmenso salón de su finca en medio de la dehesa charra. Siente la muerte de su amigo, la siente de veras, han toreado muchas tardes en el pa­sado y lo recuerda con afecto. Piensa en Graciella, una completa desconocida para él, apenas ha intercambiado veinte frases con ella en los últimos años. De pronto, le abordan unas ganas inmen­sas de llorar, aunque la imagen que acude a su mente no es la de Manolo Romero, sino la de su mujer Graciella, y la suya frente a ella a la mañana siguiente. Por un momento no sabe si llora por su amigo o por sí mismo.

Graciella es una belleza venezolana que Manolo enamoró hacía ya más de veinte años. Una exageración para los que ape­nas la conocen, morena de ojos verdes, muy atractiva sin ser hermosa; de amplias caderas y curvas rotundas, llama la aten­ción, sobretodo, al caminar, pero quizá su mayor exageración no sean sus curvas o ese deje sudamericano que a todos cautiva, sino la alegría que derrama allá donde fuera que fuese; una ale­gría que él va a destrozar en apenas cinco horas.
A su pesar, su relación con Graciella no ha pasado de ser simplemente superficial, lo que no le ayuda en la misión que le acaban de encomendar desde Quito. Nada conoce de ella, ni tan siquiera quiénes son sus amistades, personas próximas que bien pudie­sen echarle una mano en un trance como éste.
Recuerda la última vez que habló con Manolo Romero en su antiguo despacho de apoderado anexo a su piso salmantino, de eso hace sólo unos meses. Quería volver a los toros tras cua­tro años retirado y había ido a pedirle consejo.
Rafael, en aquel entonces, aún apoderaba a un par de jó­venes promesas; la ganadería la llevaba su hijo Juan, una vez que a éste le abandonase la idea de hacerse torero y él, para entrete­nerse tras su retirada, aunque manteniendo el gusanillo, se de­cidió por el apoderamiento.
Manolo había sido un torero de arte, muy fino pero mie­doso; demasiados recursos artísticos pero escasos como lidia­dor. Cuando rebasó los cuarenta, sus éxitos eran sólo pincela­das de artista y, a pesar de sus muchos seguidores que le espe­raban cada tarde, se retiró; no podía ser de otra forma.
Cuando aquella mañana apareció por el despacho de Ra­fael con intenciones de volver a los ruedos, éste intuyó que la vuelta, independientemente de las razones que Manolo pudiese argumentar para hacerla, sería una segunda entrega de los fra­casos que cosechara en su último período como matador de to­ros, no en vano, los años quitan facultades y, la experiencia, no es más que repetición de la que se adquirió al principio del oficio.
—Manolo —preguntó Rafael—, ¿vuelves por dinero?
Era bien sabido el alto nivel de vida que ostentaba la vene­zolana y las escasas corridas que Manolo había contratado en sus últimas temporadas.
Manolo sonrió enigmático, mientras componía una pose muy de torero en traje de calle.
—Se lo debo a los aficionados, me retiré en el peor mo­mento y tengo que volver…, una sola temporada, Rafael, demos­trar que donde hubo sigue quedando, irme por la Puerta Grande.
—Eso suena muy bien, pero dime que no es por dinero.
Pensó en las habladurías que sobre Graciella corrían por la ciudad y en las que él no se metía.
—Graciella no lo sabe, pero seguro que, de saberlo, se opone —displicente, continuó adivinándole el pensamiento—. No hagas caso de las habladurías.

Una vez que no pudo convencerlo, tampoco se dejó hacer para ser su apoderado.

Frente a la chimenea, Rafael se imagina la ansiedad de Manolo ante su último toro en Quito, la necesidad de tragarse sus miedos tras la bronca del primero y tirar hacia los medios donde se había emplazado su último toro de la feria del Gran Poder.
Solo, frente a la cabeza disecada de Husero, el toro que casi lo mata en Las Ventas, siente mucho miedo, el mismo que sintió empalado sobre la testuz de aquel toro que, ahora, le observa desde la penumbra con los reflejos dorados del fuego de la chi­menea en sus ojos de cristal.
Frente al fuego, piensa en Graciella como hembra. A él siempre le había intimidado tanta exuberancia. Siente pena por ella «qué desperdicio de mujer sin marido» se dice en un pensamiento netamente lúbrico, y la ima­gina voluptuosa y necesitada de sexo. Se turba al momento con aquellos pensamientos inapropiados e imagina que Manolo, ya en otra dimensión, puede estar observándole, a punto de retirarle el encargo. Se revuelve inquieto ante su pre­sencia imaginaria y tal vez, intentando hacerse perdonar por el espíritu de su antiguo compañero de terna, trata de llorar de nuevo aunque ya no puede, su mente excitada le devuelve una y otra vez al vaivén de unas caderas rotundas.

miércoles, 14 de octubre de 2009

Un cuento chino

El yate “Sentimientos” matrícula de La Vida navegaba por las aguas tranquilas del mar de la Conciencia. A bordo, Felicidad departía con Melancolía, mientras Vanidad tomaba el sol en la proa, acompañada de Riqueza. Amor a la caña del timón oteaba el horizonte. De pronto, algo reventó en su interior e inclinó la nave, acababa de abrirse una vía de agua y aquel yate de los sentimientos se iba a pique irremisiblemente.
Las pasajeras saltaron rápidamente a los botes salvavidas y Amor, sintiéndose responsable, se quedó a bordo tratando de salvar “Sentimientos” del naufragio que se adivinaba.
“Sentimientos” se hundió, como no podía ser de otra forma, algún tiempo después. Amor luchó denodadamente por mantenerlo a flote sin conseguirlo. Cuando “Sentimientos” se hundió en el mar de la Conciencia, Amor alcanzó a encaramarse a los restos del naufragio y sobrevivir durante unos días.
Empezaba a desfallecer cuando divisó un lujoso yate que se le aproximaba, Amor hizo señas para llamar su atención.
─No puedo rescatarte ─le informó Riqueza desde la borda─, tengo todos los camarotes ocupados, no hay sitio para ti.
Riqueza se alejó, confiaba en que alguien pudiese recogerlo, aquella ruta de La Vida era muy transitada.
Efectivamente pasó Vanidad en un precioso barco de vela pero simuló no haberlo visto: un náufrago en su cubierta restaba glamour a su elegante nave.Tristeza se le acercó y tampoco lo auxilió, bastante tenía con soportarse a sí misma para tener que embarcar al náufrago y escuchar sus penalidades, temía que aquéllas fuesen más tristes que las suyas.
Felicidad cruzó por sus proximidades casi en una nube, tan encantada de sí misma, tan entusiasmada con su propia felicidad, que ni siquiera se fijó en el náufrago.Todas las afecciones morales pasaron por allí y ninguna paró para socorrerle.
Amor se sentó confiado en la tabla, nunca se desmoralizaba.
Lo vio llegar, al principio un punto en el horizonte que le infundió esperanzas. Lentamente, su salvación fue creciendo hasta convertirse en un anciano que bogaba hacia donde Amor se encontraba.
─Sube, chaval, que yo te llevo ─le indicó el anciano extendiéndole la mano para ayudarle a subir.
Cuando llegaron a tierra, Amor estaba tan contento que se le olvidó preguntar al anciano cómo se llamaba. Viéndole alejarse en su barquita, Amor se sentó pensativo en el cantil del muelle. Otro anciano, viéndole preocupado, se sentó a su lado y, tras unos instantes, se presentó.
─Me llamo Conocimiento ─dijo.
Amor le preguntó si conocía al hombre que le había rescatado.
─Oh, sí, se llama Tiempo.
─Dígame, Conocimiento ─preguntó Amor sorprendido─, ¿por qué cree usted que me ha ayudado?
Conocimiento sonrió al sorprendido Amor y le respondió con sabiduría:
─Muy fácil, sólo el Tiempo es capaz de entender lo que vale el Amor.

martes, 13 de octubre de 2009

Mocasines para la vida eterna

No supe que había muerto hasta el final de los tiempos, lo cual resulta bastante antipático esperar tanto. Vi la luz y fui hacia ella como si tal cosa, sin dolor, ya que el tiro que me dieron me dejó tieso, sin tiempo para decir ni pío, sin pena por dejar el mundo: el cabrón aquel no me dio tiempo ni a apenarme. Mi muerte había sido una equivocación, una pirueta del destino, pero eso lo supe, como ya he dicho, al final de los tiempos.

Aquel caño de luz me atraía como un imán y me dejé llevar, ¡qué remedio! Viajé por mi túnel visual hasta llegar a la luz intensísima que nunca se alcanza, donde quedé atrapado como las palomitas a la luz de una farola. No existía nada excepto aquella luz cegadora, aquel bienestar luminoso, nada comparable a lo que yo había conocido y todavía no recordaba, puesto que no había llegado aún el final de los tiempos.

Supuse que yo formaba parte de esa luz y empecé a considerarla con mayúscula. No había pensamiento, sólo Luz. Otros entes -yo también debía serlo puesto que no era consciente de mi mismo- se unían a la inmensa esfera que rodeaba la Luz en un permanente chisporroteo, convirtiéndose en Luz al instante. Millones de años pasaron, lo supe después, cuando alcancé el Conocimiento.

El final de los tiempos llegó y con ellos, la resurrección de los muertos y el Conocimiento total. De pronto supe que era yo de nuevo, en pelota picada, pero en mi cuerpo mortal, tangible y pellizcable, inmerso en una luz, ¿indirecta? ─llamémosla con esa terminología terrenal─, indirecta y relajante, formando espacios y ambientes demasiado celestiales para que me entusiasmaran, al compararlos con los conocidos por mí de la vieja Tierra.

Éramos legión ─por eso de emplear una expresión relativamente bíblica─, todos en pelota luminosa o sea, con un halo de estampita de santo y aspecto angelical. Sin embargo, a pesar de los miles de millones de cuerpos radiantes no sentía ningún agobio, aunque sí mucha curiosidad. Pero algo fallaba en mi resurrección: recordaba, y eso no estaba previsto en aquel lugar o, al menos, de la forma como yo recordaba la vida terrenal. Imaginé que era como esos caballos mal capados que aún se enervan cuando ven a una yegua. Me había mal muerto y quedado con una vena terrenal.

Era curioso, pensabas en alguien y ¡zas!, te lo encontrabas radiante de felicidad enfrente de ti, eso sí en inocente pelota picada. Robertito fue mi amigo hasta que una noche de juerga se mató con el coche, tenía tan solo 25 años. Yo lo hacía en el infierno, por las historias que contaba, pero ahora, con el Conocimiento, supe que no se había comido una rosca en toda su vida, a pesar de lo mucho que presumía el jodío en aquel entonces. Allí frente mí, supe que algo andaba mal en el Paraíso: Robertito, con su cuerpo gentil de 25 años y yo, frente a él, con mi ajado estado corporal de 63 ¡no había derecho! De hecho, si me reconoció, lo fue por el Conocimiento que no por como él me recordaba. Para mi consuelo terrenal, mi apéndice era mayor, aunque para lo que allí servía…, en fin, un desastre celestial. Las mujeres a las que amé ninguna murió en edad de merecer: las pensaba y aparecían viejas pellejas; todas despacharon a sus maridos por adelantado.

Aquella legión angelical me aburría, sólo recordaban bondades y alegrías, no había deseo ni vicios sociales ni seducción. Yo, por mi mala muerte ─era una de las excepciones o, al menos, eso era lo que creía en aquel instante─: también recordaba las cosas “malas” de la vida terrenal, y miraba sin pudor a las resucitadas más jóvenes, a las que saludaba sin conocerlas sólo por el placer mundano del toqueteo, un defecto andaluz que poseía en vida y que ahora recuperaba para mi solaz.

Lo dicho, un aburrimiento, nadie reaccionaba a mi forma de expresión manual o digital, según avanzaba por la eternidad. Yo, a pesar de mis 63, vestido daba una imagen bastante más aceptable, pero desnudito, pues como que no, por mucho halo del que me rodease. Si al menos lleváramos túnicas. Tampoco llevaba bien lo de no comer o lo de no dormir. Aquí, la gente se sumergía en la Luz para su disfrute, pero tras millones de años como una palomita, me resultaba chocante seguir iluminando mis aburrimientos.

Yo había muerto por error: doblé la esquina antes que el que iba a ser asesinado por encargo; yo llevaba mocasines y el que iba a ser asesinado zapatos de cordones. Le avisé: ¡lleva sueltos los cordones! Me dio las gracias y se paró para abrochárselos; yo lo adelanté para mi desgracia. Un descerebrado de pelo muy corto por el flequillo y melenita tipo Nekane por la nuca me descerrajó un tiro en plena frente.

Me habían enviado a la Luz sin que realmente me tocara y eso se notaba mucho en la Eternidad. Allí en presencia del Ser me encontraba incómodo, y así se lo hacía ver a los que iba encontrando con cuerpos más jóvenes que el mío, por molestar, por pura envidia: ¡no hay derecho! ─les decía intentando crear opinión sin conseguirlo─, hasta que fui encontrando otros que como yo habían alcanzado la Eternidad a destiempo y, estos otros, llamaron a otros más gracias al Conocimiento. ¡Joder! En un par de millones de años que anduve por el Paraíso quejándome y buscando adeptos, encontré que éramos más los muertos violentos que los que habían muerto de forma natural; todos malhumorados con la santa situación, así que un día dije a los que ya me seguían como a un líder: ¡vamos a sentarnos! ─en el cielo nadie se sienta, ni a la derecha ni a la izquierda, todos andan en perpetuo movimiento─, y nos sentamos. ¡La que se armó!, sólo quedaron de pie las viejecitas, los de las pestes de la Edad Media y los de la gripe del 18, ¡qué barbaridad la cantidad de muertos por la violencia!

La Luz entendió el mensaje y llamó a Adán y a Eva y creó de nuevo la Tierra para mejorarla. ¡No! Protestamos, otra vez los dinosaurios, el hombre de cromañón y toda esa historia, ¡pues, como qué no! El Conocimiento, que para algo es el conocimiento de todas las cosas, comprendió lo que queríamos y, lo que la Luz pretendía hacer de urgencias mediante un nuevo Big Bang, se transformó en otra cosa.

De pronto dije: ¡Llevas sueltos los cordones! Me dio las gracias y me paré a contemplar un escaparate. Un momento más tarde, el de los cordones yacía en el suelo sobre un charco de sangre.