martes, 13 de octubre de 2009

Mocasines para la vida eterna

No supe que había muerto hasta el final de los tiempos, lo cual resulta bastante antipático esperar tanto. Vi la luz y fui hacia ella como si tal cosa, sin dolor, ya que el tiro que me dieron me dejó tieso, sin tiempo para decir ni pío, sin pena por dejar el mundo: el cabrón aquel no me dio tiempo ni a apenarme. Mi muerte había sido una equivocación, una pirueta del destino, pero eso lo supe, como ya he dicho, al final de los tiempos.

Aquel caño de luz me atraía como un imán y me dejé llevar, ¡qué remedio! Viajé por mi túnel visual hasta llegar a la luz intensísima que nunca se alcanza, donde quedé atrapado como las palomitas a la luz de una farola. No existía nada excepto aquella luz cegadora, aquel bienestar luminoso, nada comparable a lo que yo había conocido y todavía no recordaba, puesto que no había llegado aún el final de los tiempos.

Supuse que yo formaba parte de esa luz y empecé a considerarla con mayúscula. No había pensamiento, sólo Luz. Otros entes -yo también debía serlo puesto que no era consciente de mi mismo- se unían a la inmensa esfera que rodeaba la Luz en un permanente chisporroteo, convirtiéndose en Luz al instante. Millones de años pasaron, lo supe después, cuando alcancé el Conocimiento.

El final de los tiempos llegó y con ellos, la resurrección de los muertos y el Conocimiento total. De pronto supe que era yo de nuevo, en pelota picada, pero en mi cuerpo mortal, tangible y pellizcable, inmerso en una luz, ¿indirecta? ─llamémosla con esa terminología terrenal─, indirecta y relajante, formando espacios y ambientes demasiado celestiales para que me entusiasmaran, al compararlos con los conocidos por mí de la vieja Tierra.

Éramos legión ─por eso de emplear una expresión relativamente bíblica─, todos en pelota luminosa o sea, con un halo de estampita de santo y aspecto angelical. Sin embargo, a pesar de los miles de millones de cuerpos radiantes no sentía ningún agobio, aunque sí mucha curiosidad. Pero algo fallaba en mi resurrección: recordaba, y eso no estaba previsto en aquel lugar o, al menos, de la forma como yo recordaba la vida terrenal. Imaginé que era como esos caballos mal capados que aún se enervan cuando ven a una yegua. Me había mal muerto y quedado con una vena terrenal.

Era curioso, pensabas en alguien y ¡zas!, te lo encontrabas radiante de felicidad enfrente de ti, eso sí en inocente pelota picada. Robertito fue mi amigo hasta que una noche de juerga se mató con el coche, tenía tan solo 25 años. Yo lo hacía en el infierno, por las historias que contaba, pero ahora, con el Conocimiento, supe que no se había comido una rosca en toda su vida, a pesar de lo mucho que presumía el jodío en aquel entonces. Allí frente mí, supe que algo andaba mal en el Paraíso: Robertito, con su cuerpo gentil de 25 años y yo, frente a él, con mi ajado estado corporal de 63 ¡no había derecho! De hecho, si me reconoció, lo fue por el Conocimiento que no por como él me recordaba. Para mi consuelo terrenal, mi apéndice era mayor, aunque para lo que allí servía…, en fin, un desastre celestial. Las mujeres a las que amé ninguna murió en edad de merecer: las pensaba y aparecían viejas pellejas; todas despacharon a sus maridos por adelantado.

Aquella legión angelical me aburría, sólo recordaban bondades y alegrías, no había deseo ni vicios sociales ni seducción. Yo, por mi mala muerte ─era una de las excepciones o, al menos, eso era lo que creía en aquel instante─: también recordaba las cosas “malas” de la vida terrenal, y miraba sin pudor a las resucitadas más jóvenes, a las que saludaba sin conocerlas sólo por el placer mundano del toqueteo, un defecto andaluz que poseía en vida y que ahora recuperaba para mi solaz.

Lo dicho, un aburrimiento, nadie reaccionaba a mi forma de expresión manual o digital, según avanzaba por la eternidad. Yo, a pesar de mis 63, vestido daba una imagen bastante más aceptable, pero desnudito, pues como que no, por mucho halo del que me rodease. Si al menos lleváramos túnicas. Tampoco llevaba bien lo de no comer o lo de no dormir. Aquí, la gente se sumergía en la Luz para su disfrute, pero tras millones de años como una palomita, me resultaba chocante seguir iluminando mis aburrimientos.

Yo había muerto por error: doblé la esquina antes que el que iba a ser asesinado por encargo; yo llevaba mocasines y el que iba a ser asesinado zapatos de cordones. Le avisé: ¡lleva sueltos los cordones! Me dio las gracias y se paró para abrochárselos; yo lo adelanté para mi desgracia. Un descerebrado de pelo muy corto por el flequillo y melenita tipo Nekane por la nuca me descerrajó un tiro en plena frente.

Me habían enviado a la Luz sin que realmente me tocara y eso se notaba mucho en la Eternidad. Allí en presencia del Ser me encontraba incómodo, y así se lo hacía ver a los que iba encontrando con cuerpos más jóvenes que el mío, por molestar, por pura envidia: ¡no hay derecho! ─les decía intentando crear opinión sin conseguirlo─, hasta que fui encontrando otros que como yo habían alcanzado la Eternidad a destiempo y, estos otros, llamaron a otros más gracias al Conocimiento. ¡Joder! En un par de millones de años que anduve por el Paraíso quejándome y buscando adeptos, encontré que éramos más los muertos violentos que los que habían muerto de forma natural; todos malhumorados con la santa situación, así que un día dije a los que ya me seguían como a un líder: ¡vamos a sentarnos! ─en el cielo nadie se sienta, ni a la derecha ni a la izquierda, todos andan en perpetuo movimiento─, y nos sentamos. ¡La que se armó!, sólo quedaron de pie las viejecitas, los de las pestes de la Edad Media y los de la gripe del 18, ¡qué barbaridad la cantidad de muertos por la violencia!

La Luz entendió el mensaje y llamó a Adán y a Eva y creó de nuevo la Tierra para mejorarla. ¡No! Protestamos, otra vez los dinosaurios, el hombre de cromañón y toda esa historia, ¡pues, como qué no! El Conocimiento, que para algo es el conocimiento de todas las cosas, comprendió lo que queríamos y, lo que la Luz pretendía hacer de urgencias mediante un nuevo Big Bang, se transformó en otra cosa.

De pronto dije: ¡Llevas sueltos los cordones! Me dio las gracias y me paré a contemplar un escaparate. Un momento más tarde, el de los cordones yacía en el suelo sobre un charco de sangre.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Si todo lo del cuento fuera verdad te aseguro que me quedo con todos los espantos de este mundo, sufriendo por amor, gozando por amor, engañando por amor, ayudando por amor, consolando por amor, la luz en el fondo es un resplandor.

Antonio Ruibérriz de Torres dijo...

Yo no sé cómo será, pero tal como lo explican: luz, bienestar,presencia del Ser, conocimiento, resurrección y eternidad, a mí me resulta agobiante e incluso aburridísimo.