martes, 20 de noviembre de 2007

Portada de: "Duelo de águilas"




Errores

Fuiste alegría en el encuentro y llanto en la despedida,
esperanza al inicio de mis horas más bajas,
el candor de una virgen en el esplendor de la danza.
Así te sentía cada mañana, aunque no estuvieras a mi lado

Eras el sol que alegre asomaba entre las nubes de mi indiferencia,
la lluvia que empapaba mi rostro curtido por el viento de la infidelidad,
yo, las olas del mar frente al calor de tus playas vacías de sensaciones,
tú el rayo que precedía al trueno de mis sentimientos, y ya no me cegabas.

Hoy, de tanto conocer lo que no conozco navego errante,
desciendo por el río tempestuoso de mis lágrimas amargas,
añoro como nunca los montes y valles que creía conquistados.
Contigo he perdido mi hogar, mi patria, mi bandera.

Tu piel será ensenada oculta en la tormenta de mi iniquidad,
temporal de sentimientos confusos, de emociones arboladas
que me impiden recalar al abrigo de tu cálido vientre.

domingo, 18 de noviembre de 2007

Novela: "Duelo de águilas"

La novela cuenta una historia triste, como no puede ser menos la historia de un joven de veintipocos años inmerso en dos guerras, la Civil española y la europea. La casualidad me llevó a plantearme escribir esta historia; el descubrimiento de unos viejos cuadernillos de pastas de hule, conteniendo la vida de un joven español, y la petición de una anciana inglesa a que me los leyese y escribiera sobre ello, acerca de este joven que fue su amante de juventud antes de desaparecer sobre Francia, me obligó a novelar una vida corta e intensa como fue la de Martín Lara. Este hombre, piloto de caza de Franco durante la Guerra Civil española, era un joven atormentado, en permanente huida de su pasado. En agosto de 1940, durante la Batalla de Inglaterra, Martín Lara combate en su Spitfire como un piloto más del Grupo 32, polacos e ingleses son sus compañeros de vuelo, jóvenes valientes que luchan con heroísmo y mueren con moderada y deportiva alegría, mientras él desgrana en sus cuadernos los acontecimientos que le han llevado desde Hinestrosa, su pueblo natal, hasta los cielos de Inglaterra. En su diario, Martín anota los detalles de lo ocurrido con la frialdad del cronista que asiste como espectador ajeno a la batalla; los borra de su mente, evitando así sus temores, escrúpulos o remordimientos que en nada habrán de ayudarle a su supervivencia. Su vida, su tragedia personal y los demonios familiares que le alejan de Hinestrosa han constituido para mí un lienzo sobre el que plasmar un fresco excepcional, lleno de matices -como no podía ser menos-, donde escribir acerca de los vaivenes de la moral combativa del joven Lara, como casi siempre por culpa de una mujer -la anciana del principio, entonces una pipiolo de apenas 18 añitos-. El encuentro fortuito con un enemigo personal de la Guerra Civil, ahora pilotando en la Luftwaffe torcerá, definitivamente, la vida del protagonista.

viernes, 16 de noviembre de 2007

La niebla

Surgió de la niebla, dijo el joven lector mientras el profesor caminaba entre las hileras de pupitres. Su pensamiento andaba por esos vericuetos que conforman la mente de un aburrido maestro harto de aguantar lo inimaginable. Surgió de la niebla, repitió Don Anselmo, aunque en la actualidad ya no era conocido como tal, sino simplemente por Anselmo e incluso por oye tú. Surgió de la niebla, volvió a repetir interrumpiendo el relato de un jovenzuelo con cresta que, con cuatro o cinco aretes en la oreja derecha, desgranaba a trompicones un relato con la misma desgana con la que Don Anselmo lo escuchaba.
-Odio esa expresión –comentó como distraído aproximándose a la ventana-, no hay niebla de donde yo pueda surgir y arrebataros vuestra estupidez.
Abrió la ventana, trepó con dificultad al alfeizar y se lanzó al vacío; los niños, o lo que aquella pandilla de bípedos de calzones anchos y caídos pudiese ser denominada, corrieron a ver el suicidio de su profesor sin recordar que el aula se encontraba en el bajo de aquel IES, lo cual, una vez cerciorada su ubicación llevó a los alumnos a sentirse defraudados. Don Anselmo se levantó del suelo con dignidad, un chicle pegado a la rodilla hizo de tela de araña por unos instantes mientras se incorporaba; se sacudió las cáscaras de pipas adheridas a su raída chaqueta, y cruzando hasta la mitad del patio se volvió para mirar por última vez a aquellos productos del subdesarrollo intelectual.
Una niebla espesa había comenzado a trepar por la valla del instituto, espesa y blanca, opaca de pura espesa; una vez alcanzada la parte superior de la valla, cayó al patio como cae la leche desde un tetrabrick, sin salpicar claro está, pero llenando el espacio de una blancura radiante. Don Anselmo percibía la humedad de aquella nube que se aproximaba inexorablemente y él, generoso, hizo por ella, caminó entusiasmado hacia la masa blanca, su redentora masa blanca, la que posiblemente lo trasladase a otro momento, a otro lugar, a alguna otra circunstancia que le devolviese la esperanza en el futuro de la humanidad, y de la enseñanza, por supuesto.
-¿Qué estará haciendo el que descubra la vacuna del SIDA? –se preguntó recordando un anuncio de la radio- Desde luego si está estudiando, no se encuentra en este instituto. Aceleró el paso para sumergirse en aquella espuma húmeda. Sintió la espesura de la nube, no recordaba esa textura en nieblas anteriores, ergo aquéllo era una señal. Aquel argumento silogístico le reconfortó en su ceguera, ¿cuál debería ser el siguiente paso?
La niebla lo ocupaba todo en su expansión, saltaron los botones de su camisa, la chaqueta no cedía y le apretaban las costuras hasta hacerle daño, el cinturón y la corbata lo estrangulaban; rápidamente aflojó el nudo y se soltó los pantalones, se quitó la chaqueta y lanzó lejos sus zapatos mocasines. Sonrió cuando reventaron los calcetines, no los vio, sólo una sensación de cosquilleo en los pies le indicó lo ocurrido.
Una palmada en las nalgas le dejaba en cueros vivo: los expandidos calzoncillos -braslip los llamaba el viejo profesor ya que le resultaba más digna denominación que aquel diminutivo castellano que tapaba sus vergüenzas-, acababan de saltar por el aire. La lechada lo había dejado desnudo, debía ser una nueva señal, "renacer desnudo a una nueva realidad" –distinta-, confiaba. No sentía vergüenza por su desnudez ya que ni tan siquiera podía verse la mano a escasos centímetros de sus ojos.
No se había dado cuenta, pendiente como estaba de su expandible streattease, que tragaba y respiraba aquella masa blanca sin que en su interior notase malestar o dolor o lo que sientan las personas al reventarles los pulmones. Un leve recuerdo de la película Alien lo frenó en su errático deambular por el interior de la masa. Se escuchó, se palpó, se auscultó, nada presuponía que aquella masa pudiese abrirlo en canal, luego aquella señal le indicaba que esta locura era posible, tan así como que comenzaba a sentir la transformación.
Sintió que la masa no entendía de intimidades y que también penetraba por su esfínter; aquello no le gustó demasiado, aunque resultara refrescante. No había nada de machotismo irredento –palabra inventada por él y de la que se sentía muy orgulloso-, en absoluto, lo único que no quería eran expansiones en semejante lugar, su talón de Aquiles durante años, debido a su pertinaz estreñimiento y las consiguientes hemorroides que acumulara.
Su mente ahora era mucho más clara, notaba el fresco aroma a tierra mojada a pesar de creer pisar cáscaras de pipas por doquier, cáscaras sobre hormigón –sus alumnos anteriores a la niebla no tenían educación, y así dejaban el patio después de cada recreo-. Olía, sí, y la luz que antes no traspasaba la masa redentora, ahora se hacía más notable reduciendo la textura de la nube. -Ahí debe estar mi renovación, ahí el resurgir de mi hastío, mis nuevos alumnos entregados al aprendizaje, ahí mi verdadera vocación de docente-. Corrió hacia ellos, sus alumnos nuevos, quería conocerlos antes de su primera clase.
Surgió de la niebla, Don Anselmo acababa de surgir de la niebla, sus alumnos, los alumnos de todo el instituto esperaban en silencio la llegada del viejo profesor, antiguas caras renovadas por la masa redentora se abrían respetuosamente a su paso. Un grupo de colegas, que digo un grupo, pensó el renovado maestro, el claustro en su totalidad sale para arroparme en mi llegada, y marchó jubiloso al encuentro.
Las sirenas de la ambulancia iniciaron su canto al traspasar la verja corredera del patio del recreo. Don Anselmo en el interior de aquella sonora limusina descansaba antes de su clase magistral, yacía renovado en una camilla, tapada su desnudez con una de esas mantas doradas a la que el cansado profesor confundió con una toga de la que no encontraba el correspondiente birrete.

La camisa

La compró en un buen centro comercial de esos que surgen como esporas alrededor de cualquier ciudad española. Era simplemente de algodón, la clásica camisa vaquera, 100% algodón; sin embargo, la etiqueta era mucho más amplia que las de las camisas de los montones de alrededor. Lo que le llamó la atención fue la historieta sobre algodones transgénicos que ayudaban a mantener la piel del usuario seca sin sensación de calor; hablaba de propiedades especiales conseguidas en laboratorio, no repelía el agua como los pantalones de un montón varios metros más allá, era otra cosa: una especie de comunión entre el algodón de la camisa y la salinidad de los humores del cuerpo. El algodón del que la camisa estaba hecha, era una sustancia viva que se transmutaba en algo similar pero distinto en contacto con el sudor de la piel: adquiría propiedades nuevas, que no especificaba la etiqueta. Compró la camisa, aun a pesar de su precio, simplemente por la novedad del material en que había sido fabricada. Su mujer no entendió ese dispendio por el simple hecho de experimentar aquellas novedades que la etiqueta anunciaba; además, exigía lavado en seco, a lo que no estaba dispuesta; la camisa se lavaría como todo lo demás, en la lavadora; eso sí, la centrifugaría a pocas revoluciones, no fuese a ser que aquella materia explotase a tanta velocidad. Las primeras puestas fueron totalmente normales, la sintió como cualquier otra camisa de algodón: cuando hacia calor y sudaba se mojaba como las demás. Un par de semanas más tarde le salió una ligera erupción en toda la piel que la camisa cubría, sin embargo, no lo relacionó, de hecho se había olvidado de toda aquella historieta que anunciaba el fabricante de la camisa transgénica. Él lo achacó a unos boquerones en vinagre que había probado el día anterior; la erupción no picaba ni resultaba repugnante a la vista: eran pequeños granitos sin cabeza, desde el cuello hasta la cintura, por delante y por detrás, brazos incluido hasta las muñecas. El dermatólogo no supo determinar exactamente a qué era debido aquella erupción, divagó, recetó y se marcharon no muy preocupados, pero suficientemente incómodos; él por la simple erupción, ella porque sospechaba que pudiese ser algo similar a un herpes genital -acababa de leer un artículo sobre ello en el semanal de los domingos-; el artículo no especificaba donde salía el prurito, aunque siendo genital debería haber sido más que evidente. Ella por si las moscas comenzó a rechazarlo en la cama. Fue hospitalizado cuando de cada granito surgió una especie de vello de color verde que le cubrió el torso y la espalda de una suave pelusa verde; de igual manera los brazos se convirtieron en un trigal sin amapolas. Conforme el vello crecía convirtiéndose en tallos, su salud empeoraba como si su salud fuese el abono de aquellas extrañas mutaciones.
Del laboratorio llegó el resultado del análisis: eran tallos vegetales, planta vivaz de la familia de las malváceas. Los tallos verdes al principio, se fueron tornando rojizos al punto de florecer. Una cama especial lo mantenía erguido para procurar no tronchar los cultivos de su espalda. Cuando floreció, próximo a la primavera, unas bonitas flores amarillas de manchas encarnadas inundaron su cuerpo. Parecía un anuncio floral. Se había convertido en un caso único, un caso de estudio internacional y así estaba ocurriendo: cientos de científicos de todo el mundo transitaban por su habitación acompañados de traductores; intentaban averiguar el por qué de aquellos cultivos de algodón. El escaso orgullo que aún le quedaba por ser un caso único universal, también se le vino abajo. Veintidós casos idénticos al suyo se estaban dando en España y todos fueron concentrados en el mismo hospital; se creó la Unidad de Estudio de Algodón Humano, a la que los chistosos sanitarios llamaban el Servicio Nacional del Algodón, SENAL, mucho más fácil de pronunciar que UEAH, que sonaba más a admiración onomatopéyica que a otra cosa y así era, todos los científicos que se enfrentaban por primera vez a aquellos algodonales, emitían algún sonido:uau, augh, ough, incluso hostia dijo uno de Murcia. Cuando próximos al verano se abrieron las capsulas donde semillas y borra se entrelazan prestas a ser recolectado el algodón, nuestro amigo y sus campos limítrofes, treinta y seis en esos momentos, se encontraban muy débiles. Los médicos decidieron recolectar y ver si al retirar el fruto podría mejorar la ya escasa salud de los miembros del SENAL. Un quintal de algodón, de una pureza extraordinaria a decir de los expertos del ministerio de Agricultura. Nuestro amigo murió una mañana, su débil corazón no pudo resistir la idea de que pudiesen quemarle los rastrojos de su cuerpo -medida muy popular entre los agricultores de su tierra-, se lo había escuchado a un enfermero, un gracioso -nada don Mario, ahora una quema controlada de rastrojos y con las primeras lluvias del otoño, a sembrar de nuevo-. Mario no estaba para bromas y después de lo que había pasado, se creía cualquier cosa. El fuego no lo resistía desde que de niño, encendiendo una cerilla, la cabeza de fósforo se desprendió y le ardió por completo pagada a la yema de su dedo índice. Mario, momentos antes de morir, tuvo una clarividencia -¡la camisa!- pensó, se acordó de su camisa y de la etiqueta menos, porque era demasiada confusa, pero sí de las propiedades por descubrir que aquel algodón transgénico suministraba en contacto con la salinidad de su sudor. Le consoló que hubiese sido una camisa y no unos calzoncillos y sonriendo con aquella imagen de su miembro florecido se murió. Durante su entierro, su hijo mayor de riguroso luto, quiso darse un toque juvenil y un homenaje a su fallecido padre, poniéndose con el traje azul la camisa de algodón de su padre, aquella que tanto le gustaba. Los médicos, meses más tarde, consideraron que aquella extraña enfermedad era hereditaria.

En defensa de una dislexia razonable

Manolito era un niño feliz hasta que pronunció murciégalo, su papá lo corrigió divertido y el niño se esforzó en repetirlo, murciégalo, murciégalo. Nadie en la casa dio mayor importancia a esa errónea pronunciación de un niño de cinco años excepto doña Matilde, una señora mayor a la vista de Manolito, que apenas alcanzaba la treintena y a la que su padre saludaba sonriente en cada encuentro vecinal de la escalera, y su madre, poniendo cara de Viernes Santo, le llamaba -¡Pendón!- cuando se separaban. Luego, más tarde, reñía a su marido por aquellas sonrisas bobaliconas que Don Manuel regalaba a esa maestra soltera, que había tenido la desfachatez de acudir sola a París una semana: decía ella que a recibir unas clases de psicología infantil en la Sorbona, cuando era más que notorio que no sabía francés. De París se trajo la definición del problema de Manolito y unos sostenes sin aquellas copas picudas, casi capirotes de enanos que usaban las mujeres españolas, las decentes claro está: hablamos de 1957. Doña Matilde, cuando se emocionaba o sentía un repelús, marcaba el frontal de su rebequita por causa de aquellos indecentes sostenes que usaba. Don Manuel sonreía estúpidamente ante aquellas situaciones y Manolito también, en un recuerdo atávico y cercano de su perdida lactancia. El niño padece una dislexia de no sé qué cosa pontificó emocionada ante sus padres, lo que conllevó un codazo de su madre a don Manuel y una colleja a Manolito por mirar ambos donde no debían. Manolito debía acudir a un psicólogo, lo que para los provincianos padres de la criatura significaba tanto como enviarlo al manicomio por una estupidez como murciégalo. No había esa clase de loqueros –psicólogo había dicho- en la ciudad y por tanto el niño fue entregado, con envidia por parte de su padre y ciertas reticencias de la madre, a los cuidados de doña Matilde: ella le enseñaría un nuevo sistema de lectura que evitaría el dichoso murciégalo de Manolito por un razonable precio. Una lectura en cinemascope, explicaba doña Matilde, algo así como leer las frases sin tener que revisarlas sílaba a sílaba. Poco cinemascope había visto el matrimonio en el cine Pathé de aquella ciudad y Manolito, lo más que había alcanzado fue a ver las carteleras de mano de sus padres. El niño aprendió a leer y a pensar a la vez en cosas que no tenían que ver con lo que leía. Le daba a sí mismo la sensación de que no atendía a lo que leía y que no podría recordarlo más tarde. Mientras lo hacía, mientras leía, pensaba en sus cosas, en sus juegos, en su mundo infantil y cuando doña Matilde le preguntaba por lo leído, él contestaba como saliéndole del subconsciente, sin saber por qué lo sabía. Cuando creció y se hizo hombre, Manolito no supo nunca a ciencia cierta si había sido disléxico alguna vez, lo que sí sabía era que la sensación de no enterarse cuando leía le acompañaba desde niño y que no le hacía disfrutar de la lectura, su mente se evadía inquieta por pensamientos que nada tenían que ver con la trama de la novela: el colegio de la niña, tengo que ir por una bombona de butano que esta mañana no calentaba el agua de la ducha, ¡caramba! Mañana tengo reunión con el subdirector, ¡vaya tostón! -¿Te gusta la novela? –preguntaba su mujer ajena a sus problemas de concentración. -Sí, está en lo más interesante, Ramiro acaba de conocer a la secretaria del amante de su mujer –le surgía del subconsciente sin saber el cómo. Su mente disléxica se había convertido en una especie de memoria RAM llena de archivos que él no controlaba. La información le venía fuera de control. Lo peor no era la lectura, sino escribir con la mente en otra dimensión, colocar frases con sentido extrayéndolas de sus descontrolados archivos y él, él era abogado. “Estimado señor –escribió una vez- lo interpuesto por su mujer ante el señor magistrado ha sido considerado nulo de pecho”- que no de derecho y aunque también era cierto, no obstante la señora de su cliente era casi plana, de poco pecho y que realmente, frente al magistrado, su figura había llamado poco la atención, Manolito perdió un cliente por la coña del derecho disléxico. Lo malo del caso era que las revisiones que hacía de los documentos no le solucionaban el problema, que el Office no le daba solución porque tanto pecho como derecho entraban en lo políticamente correcto del corrector –valga la redundancia- y pasaba sobre el pecho de aquella pobre señora leyendo derecho. Doña Matilde, ¡Dios la confunda! Estropeó el disfrute de la lectura reposada y consciente de Manolito por culpa de un maldito murciélago y su lectura panorámica.

Un cuento de noviembre

Ella tenía dieciséis, yo apenas cumplido los dieciocho. Ella fue mi primer y único gran amor: una meningitis la arrastró a un nicho frío y sombrío, un tercer piso sin ascensor, a la sombra de un paredón donde los viejos del lugar afirmaban, a media voz entonces, que aún se notaban los impactos de las balas de los sesenta y dos fusilados de la Guerra Civil; los agujeros, si los hubo, estaban enlucidos cuando yo acudí por primera vez al cementerio.
María, mi mujer, era su mejor amiga; meses de consuelo me llevaron a caer en esa red imperceptible que es la pérdida de la amistad por mor de una mano entre sus piernas, en la última fila del cine. −¡Dios, que estamos haciendo!− suspiró en mi oído después de un apasionado beso, que disparó mi libido y con ello todo lo demás.
Después de aquello, María jugó con mis sentimientos de culpa, luego con la absolución de la afrenta cometida: a Isabel le hubiese gustado que te casaras conmigo. Yo andaba perdido entre los pliegues de sus carnes que tan generosamente me entregaba María; no buscábamos ya el consuelo: hace un mes celebramos las bodas de plata.
En estos veinticinco años he sido feliz a ratos; María ha intentado dirigir mis sentimientos a través de un victimismo que yo no he querido comprender; no hemos compartido casi nada, tan sólo el recuerdo de Isabel que ella ha utilizado, en cada trifulca, como un arma que arrojarme a la cara.
Mi mente, en los momentos de angustia, acudía al recuerdo de una joven de dieciséis a la que, mi realidad actual, la había madurado para que pudiese entenderme. Con ella, mi mente se sinceraba, en un diálogo sosegado, calmando cada vez mi alma atribulada.
Pasé por el pueblo y no entré a saludar a los amigos; tomé el camino del cementerio y busqué en mis recuerdos el lugar donde ella se encontraba; me costó un buen rato dar con el lugar: calles y más calles de nichos y columbarios inundan aquel pequeño lugar. Es curioso, mientras la población del pueblo disminuye, regresan de Cataluña para enterrarse los que emigraron allá por los años setenta: aumenta la población mortuoria en la misma proporción que disminuyen sus habitantes.
El nicho de al lado de Isabel estaba vacío. Me acerqué al ayuntamiento y lo adquirí a perpetuidad, el de ella ya lo estaba. Aquella sensación de saber que reposaría junto a ella me transformó: quise vivir intensamente, agotar cuanto antes lo que me quedase de vida y marchar feliz a mi nicho, al lado del de ella.
María, mi mujer, lo notó desde el primer momento: algo me ocurría, yo era distinto y ella no me controlaba; hasta que un día, el ayuntamiento remitió el recibo de la plusvalía del nicho que había adquirido. María no dijo nada aunque la carta del ayuntamiento la encontré abierta. Debió ser intuición femenina, volví a casa y ella no estaba −me acerco al pueblo−, era el escueto recado que me dejó en el escritorio. No volvió, descubrió la ubicación de mi nicho y ahora estamos en trámites de divorcio. María sabe ahora que siempre amé a su amiga que, como mucho, ha sido mi acompañante hacia el nicho donde ella me espera.

Novela: "El Hombre de Nador"

La analogía entre la situación actual y la que existió entre España y Marruecos en el 76 hace intuir, a un oficial del Estado Mayor Conjunto, que existe una alta probabilidad para que una nueva Marcha Verde ocurra, pero esta vez sobre Melilla. Todos le creen, aunque nadie esté dispuesto a aplicar su plan, cuyo objetivo final no es otro que el centro de gravedad, centro de todas las cosas en Marruecos, el mismo rey Mohammed VI.
La novela es un thriller en el que los personajes, con sus pasiones, miedos y ambiciones personales, están muy por encima de los escenarios: Melilla y la península de Kelaya. Personajes inmersos, aun a su pesar, en esa inmensa partida de ajedrez que conforman ambas orillas del estrecho de Gibraltar y en la que, mediante una trama bien montada, los marroquíes intentan ganar a toda costa. A pesar de ello, serán otros factores, ajenos a los gobiernos contendientes, los que terminen decantando el resultado de la partida y descubran al verdadero hombre de Nador.

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