viernes, 16 de noviembre de 2007

Un cuento de noviembre

Ella tenía dieciséis, yo apenas cumplido los dieciocho. Ella fue mi primer y único gran amor: una meningitis la arrastró a un nicho frío y sombrío, un tercer piso sin ascensor, a la sombra de un paredón donde los viejos del lugar afirmaban, a media voz entonces, que aún se notaban los impactos de las balas de los sesenta y dos fusilados de la Guerra Civil; los agujeros, si los hubo, estaban enlucidos cuando yo acudí por primera vez al cementerio.
María, mi mujer, era su mejor amiga; meses de consuelo me llevaron a caer en esa red imperceptible que es la pérdida de la amistad por mor de una mano entre sus piernas, en la última fila del cine. −¡Dios, que estamos haciendo!− suspiró en mi oído después de un apasionado beso, que disparó mi libido y con ello todo lo demás.
Después de aquello, María jugó con mis sentimientos de culpa, luego con la absolución de la afrenta cometida: a Isabel le hubiese gustado que te casaras conmigo. Yo andaba perdido entre los pliegues de sus carnes que tan generosamente me entregaba María; no buscábamos ya el consuelo: hace un mes celebramos las bodas de plata.
En estos veinticinco años he sido feliz a ratos; María ha intentado dirigir mis sentimientos a través de un victimismo que yo no he querido comprender; no hemos compartido casi nada, tan sólo el recuerdo de Isabel que ella ha utilizado, en cada trifulca, como un arma que arrojarme a la cara.
Mi mente, en los momentos de angustia, acudía al recuerdo de una joven de dieciséis a la que, mi realidad actual, la había madurado para que pudiese entenderme. Con ella, mi mente se sinceraba, en un diálogo sosegado, calmando cada vez mi alma atribulada.
Pasé por el pueblo y no entré a saludar a los amigos; tomé el camino del cementerio y busqué en mis recuerdos el lugar donde ella se encontraba; me costó un buen rato dar con el lugar: calles y más calles de nichos y columbarios inundan aquel pequeño lugar. Es curioso, mientras la población del pueblo disminuye, regresan de Cataluña para enterrarse los que emigraron allá por los años setenta: aumenta la población mortuoria en la misma proporción que disminuyen sus habitantes.
El nicho de al lado de Isabel estaba vacío. Me acerqué al ayuntamiento y lo adquirí a perpetuidad, el de ella ya lo estaba. Aquella sensación de saber que reposaría junto a ella me transformó: quise vivir intensamente, agotar cuanto antes lo que me quedase de vida y marchar feliz a mi nicho, al lado del de ella.
María, mi mujer, lo notó desde el primer momento: algo me ocurría, yo era distinto y ella no me controlaba; hasta que un día, el ayuntamiento remitió el recibo de la plusvalía del nicho que había adquirido. María no dijo nada aunque la carta del ayuntamiento la encontré abierta. Debió ser intuición femenina, volví a casa y ella no estaba −me acerco al pueblo−, era el escueto recado que me dejó en el escritorio. No volvió, descubrió la ubicación de mi nicho y ahora estamos en trámites de divorcio. María sabe ahora que siempre amé a su amiga que, como mucho, ha sido mi acompañante hacia el nicho donde ella me espera.

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