viernes, 16 de noviembre de 2007

En defensa de una dislexia razonable

Manolito era un niño feliz hasta que pronunció murciégalo, su papá lo corrigió divertido y el niño se esforzó en repetirlo, murciégalo, murciégalo. Nadie en la casa dio mayor importancia a esa errónea pronunciación de un niño de cinco años excepto doña Matilde, una señora mayor a la vista de Manolito, que apenas alcanzaba la treintena y a la que su padre saludaba sonriente en cada encuentro vecinal de la escalera, y su madre, poniendo cara de Viernes Santo, le llamaba -¡Pendón!- cuando se separaban. Luego, más tarde, reñía a su marido por aquellas sonrisas bobaliconas que Don Manuel regalaba a esa maestra soltera, que había tenido la desfachatez de acudir sola a París una semana: decía ella que a recibir unas clases de psicología infantil en la Sorbona, cuando era más que notorio que no sabía francés. De París se trajo la definición del problema de Manolito y unos sostenes sin aquellas copas picudas, casi capirotes de enanos que usaban las mujeres españolas, las decentes claro está: hablamos de 1957. Doña Matilde, cuando se emocionaba o sentía un repelús, marcaba el frontal de su rebequita por causa de aquellos indecentes sostenes que usaba. Don Manuel sonreía estúpidamente ante aquellas situaciones y Manolito también, en un recuerdo atávico y cercano de su perdida lactancia. El niño padece una dislexia de no sé qué cosa pontificó emocionada ante sus padres, lo que conllevó un codazo de su madre a don Manuel y una colleja a Manolito por mirar ambos donde no debían. Manolito debía acudir a un psicólogo, lo que para los provincianos padres de la criatura significaba tanto como enviarlo al manicomio por una estupidez como murciégalo. No había esa clase de loqueros –psicólogo había dicho- en la ciudad y por tanto el niño fue entregado, con envidia por parte de su padre y ciertas reticencias de la madre, a los cuidados de doña Matilde: ella le enseñaría un nuevo sistema de lectura que evitaría el dichoso murciégalo de Manolito por un razonable precio. Una lectura en cinemascope, explicaba doña Matilde, algo así como leer las frases sin tener que revisarlas sílaba a sílaba. Poco cinemascope había visto el matrimonio en el cine Pathé de aquella ciudad y Manolito, lo más que había alcanzado fue a ver las carteleras de mano de sus padres. El niño aprendió a leer y a pensar a la vez en cosas que no tenían que ver con lo que leía. Le daba a sí mismo la sensación de que no atendía a lo que leía y que no podría recordarlo más tarde. Mientras lo hacía, mientras leía, pensaba en sus cosas, en sus juegos, en su mundo infantil y cuando doña Matilde le preguntaba por lo leído, él contestaba como saliéndole del subconsciente, sin saber por qué lo sabía. Cuando creció y se hizo hombre, Manolito no supo nunca a ciencia cierta si había sido disléxico alguna vez, lo que sí sabía era que la sensación de no enterarse cuando leía le acompañaba desde niño y que no le hacía disfrutar de la lectura, su mente se evadía inquieta por pensamientos que nada tenían que ver con la trama de la novela: el colegio de la niña, tengo que ir por una bombona de butano que esta mañana no calentaba el agua de la ducha, ¡caramba! Mañana tengo reunión con el subdirector, ¡vaya tostón! -¿Te gusta la novela? –preguntaba su mujer ajena a sus problemas de concentración. -Sí, está en lo más interesante, Ramiro acaba de conocer a la secretaria del amante de su mujer –le surgía del subconsciente sin saber el cómo. Su mente disléxica se había convertido en una especie de memoria RAM llena de archivos que él no controlaba. La información le venía fuera de control. Lo peor no era la lectura, sino escribir con la mente en otra dimensión, colocar frases con sentido extrayéndolas de sus descontrolados archivos y él, él era abogado. “Estimado señor –escribió una vez- lo interpuesto por su mujer ante el señor magistrado ha sido considerado nulo de pecho”- que no de derecho y aunque también era cierto, no obstante la señora de su cliente era casi plana, de poco pecho y que realmente, frente al magistrado, su figura había llamado poco la atención, Manolito perdió un cliente por la coña del derecho disléxico. Lo malo del caso era que las revisiones que hacía de los documentos no le solucionaban el problema, que el Office no le daba solución porque tanto pecho como derecho entraban en lo políticamente correcto del corrector –valga la redundancia- y pasaba sobre el pecho de aquella pobre señora leyendo derecho. Doña Matilde, ¡Dios la confunda! Estropeó el disfrute de la lectura reposada y consciente de Manolito por culpa de un maldito murciélago y su lectura panorámica.

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