domingo, 17 de octubre de 2010

Nieva sobre mi rostro

No cesa de nevar, el leño da sus últimos estertores en la estufa. Solo en la taiga de mi vida me enfrento al sueño más frío, y siento miedo. Mañana ya no estaré, no seré nunca más, si es que alguna vez lo fui. Nadie sabrá qué fue lo que me trajo hasta este umbrío recodo que no conduce a ninguna parte, tampoco a mí. Castañetea mi inquietud mientras, en su despedida, chisporrotean las ascuas en el hogar, sumergiéndome en destellos rojizos de oscuridad. Cierro los ojos y ni tan siquiera acude tu rostro a despedirse. Solo y sin tu recuerdo comienzo el tránsito.

viernes, 15 de octubre de 2010

Un cuento de Navidad

El señor Epifanio era un hombre cercano a los noventas, fuerte como un roble, no en vano vivía en una aldea serrana de una docena escasa de casas, donde apenas se enfermaba a no ser para partir definitivamente hacia una vida mejor, que aquella que le había tocado vivir, sin haber sido mala, tan sólo le había proporcionado los duros trabajos que las faenas de la sierra procuran a sus moradores.
Epifanio Gaspar estaba viudo de Eloisa Baltasar, una mujer de su misma aldea sin otros horizontes que la crianza de su innumerable prole.
Cuando durante la noche del cinco de enero Eloisa tuvo a uno de sus hijos y, el señor marqués les regaló la propiedad de la casa que habitaban, Epifanio no tuvo dudas de la existencia de los Reyes Magos; aquello no podía más que ser una señal de los cielos, y al niño le llamaron Melchor.
Melchor Gaspar Baltasar vivió ajeno al pitorreo de su nombre mientras vivió al amparo de la aldea, pero, como todos sus hermanos, la abandonó en busca de un futuro mejor en la ciudad. Ahora, al cabo de los años, su nombre había dejado de producirle la zozobra que le causara recién llegado a la ciudad; una ligera sonrisa a lo sumo de los más mayores y, un desdén absoluto por su significado entre los más jóvenes que, ante un Papá Noel comercial y simplón, lo habían adoptado como representante de la ilusión.
Melchor, huyendo del pitorreo, lo fue adoptando paulatinamente hasta que formó parte de su rutina navideña.
Aquel año, Melchor y un par de matrimonios amigos pasarían las navidades en la aldea, la gran mayoría de las casas habían dejado de tener dueños y el señor Epifanio las tenía a su cargo y las mantenía habitable, a pesar de su edad.
Melchor le había comprado a su padre una escopeta de caza, mucho más liviana que la que usaba cada febrero para la caza con reclamo de la perdiz.
La cena de Nochebuena había sido copiosa, pero él acostumbrado a la parquedad de su régimen, apenas había cenado; el ruido de la familia lo había aturdido y le había hecho retirarse a su habitación; desde el refugio de su cama escuchó como se retiraban igualmente a las cabañas ya bien entrada la madrugada.
El señor Epifanio sintió ruidos en una de las ventanas de la cocina, como si alguien la forzara; se levantó y tomó su escopeta de caza de lo alto del ropero; con sigilo se aproximó a la puerta de la cocina y en la penumbra, apenas iluminada por los rescoldos de la chimenea, un gordo seboso vestido de forma ridícula y escandalosa trataba de robarle sus escasas pertenencias, las acumuladas con tanto sacrificio a lo largo de muchos años, los recuerdos de su difunta Eloisa, que en gloria esté.
El grueso ladrón se disponía a sacar algo del saco que mantenía abierto, cuando lo vio recortado por la tenue luz de las ascuas.
-Jo,jo, jó- le gritó sacando una escopeta; el señor Epifanio supo que el ladrón además de inconsciente -¿ a quién se le ocurre venir a robar vestido de colorao?-, era tartamudo, si no, a qué ese jo, jo, jo, que no podía ser otra cosa que jódete viejo o algo así. No se lo pensó dos veces, aquellos granos de sal de sus cartuchos del 12, le harían pasar las de Caín por lo menos hasta el día de Reyes.

Un ripio enamorado

Soy, apenas lo sé
Fui, aunque lo haya olvidado
Seré, lo que me pidas que sea,
Seré el que se quede a tu lado

Madrugá

Lluvia blanca de luces espectrales,
pisadas cadenciosas en la madrugada
riegan de cera el trance hacia el Calvario,
alguien lanza un quejido lastimero,
un repelús cruza mi espalda
entre incienso, tambores y azahares.

Cimbreo de varales rozando los balcones,
llanto de dolor por la pérdida anunciada
en el rostro iluminado por la luz de los hachones,
el arte en movimiento entre parada y parada,
costaleros bajo palio, orgullo, sudor y lágrimas
amanece un nuevo día por los resquicios del alma.

Sol embotellado

Caderas de mujer embutidas en volantes,
paleta de colores, aroma de cagajones,
sol embotellado en las entrañas
y a lo lejos, en la bruma que da el vino,
una sonrisa de mujer.

Axilas depiladas al compás de una copla
tanto puedes, tanto me da lo que valgas
feria de Abril, hoguera de vanidades
te miro a caballo, caireles, zahones
y el deseo en los ojos del hombre.

Un chocho no es un perro tibetano

Decía mi profesor de expresión oral que nada mejor para empezar que llamar la atención, aunque luego el título no guardase relación con el tema que se fuese a desarrollar. No obstante lo que dijese aquel señor, hoy sólo me quedo con el título y con la verdad que ello encierra.
Resulta curioso el uso del adjetivo gaditano generalista popular, y digo generalista porque como adjetivo domina un amplio campo del conocimiento popular además del genero. Así, chochete o pichita, pronunciado a la manera taiwanesa, o sea, shoshete y pishita, es como las madres de las clases populares denominan a sus vástagos durante la niñez, para, a continuación, alcanzada la pubertad, denominarlos simplemente chocho o picha según el género. Las tenderas de la mercadona o de la tiendecita de la esquina, se dirigen a sus parroquianas por el lúbrico adjetivo, mientras que ellos, más comedidos, la reclaman por el genérico de Mari, mucho más respetuoso, por eso de no nombrar la cosa delante de sus parientas, de armas tomar.
No existe el superlativo, de pronto, el picha de toda la vida, o el oye chocho, pasan a una nueva estadía, ya no se es ni chocho ni picha, simplemente se les llama abuela o abuelo. ¡Qué gran conocimiento encierra el adjetivo! A mí me admira como un pescadero, o el mismo de los cupones, sin apenas estudio, con una simple mirada, determina el momento vital de sus clientes.
Temo el día, que presumo próximo, en el que cualquier picha me llame abuelo, sin aún serlo.

Vodafone

Te veo venir, desenfadada, y los recuerdos se me agolpan en el pecho, donde duelen. Sonríes al descubrirme.
—Hola qué tal —me dices mientras respondes al móvil.
Me indicas con tus gestos que lo sientes, mientras asisto incómodo a tu indiferencia, y a tus risas hacia alguien que nos interrumpe.
—Cuánto tiempo —confirmas mientras acudes solícita a una nueva llamada.
Violento, hago ademán de marcharme.
—No, espera —me suplicas con un gesto estudiado, mientras respondes con más risas a quien te habla esta vez.
—Es que tengo el plan 90 por 1 de Vodafone —te justificas tapando con la mano el micro.
—No, con nadie —me calificas ante la persona que te habla
—Ya te llamo yo también, otro día —te indico casi con un gesto.
Aceptas la propuesta con un mohín de desagrado.
Me alejo con el sonido de tu risa pisándome los talones.
Prefieres el calor de una pila de cadmio al susurro de mis palabras en tus oídos.

Los ojos del anciano

Sentí la punzada del arrepentimiento y un deseo cobarde de volver sobre mis pasos a la seguridad de lo cotidiano. Me contuve y esa fue mi salvación o tal vez la de ella.
La vuelta hubiese supuesto unas horas de emoción desbordada sobre las sábanas, días de tedio en el sofá, semanas de rencor separados por una puerta atrancada.
Hoy, frente al espejo, un anciano me observa. Todos mis recuerdos se agolpan en sus ojos acuosos y soy consciente de no haber sabido vivir: ella era o al menos lo creía a ratos…, no supe entender cegado por el egoísmo. Pudo haber sido…, nunca lo fue por culpa de la inmadurez que reflejan los ojos del anciano.

Otros soportales

Su portal del pecado, mi portal del deseo,
su portal del terror al fuego de sus entrañas,
soportales de mi vida, ahora desvaídos con el paso de los años.

Besos fugaces, labios apretados,
profanados por la ansiedad del que nada espera de esta vida,
más que un beso entregado a la imaginación del bajo vientre.

Ahora entiendo aquella niña jadeante de miedo y de pasión.
Ahora sé que, en la madurez de tus años,
te recuerdas en el portal como no volviste a ser nunca más,
me recuerdas como no fui jamás, y musitas mi nombre.

Mientras yo, desdibujados los recuerdos, apenas me alcanza a recordar el nombre de aquella calle.