viernes, 15 de octubre de 2010

Un cuento de Navidad

El señor Epifanio era un hombre cercano a los noventas, fuerte como un roble, no en vano vivía en una aldea serrana de una docena escasa de casas, donde apenas se enfermaba a no ser para partir definitivamente hacia una vida mejor, que aquella que le había tocado vivir, sin haber sido mala, tan sólo le había proporcionado los duros trabajos que las faenas de la sierra procuran a sus moradores.
Epifanio Gaspar estaba viudo de Eloisa Baltasar, una mujer de su misma aldea sin otros horizontes que la crianza de su innumerable prole.
Cuando durante la noche del cinco de enero Eloisa tuvo a uno de sus hijos y, el señor marqués les regaló la propiedad de la casa que habitaban, Epifanio no tuvo dudas de la existencia de los Reyes Magos; aquello no podía más que ser una señal de los cielos, y al niño le llamaron Melchor.
Melchor Gaspar Baltasar vivió ajeno al pitorreo de su nombre mientras vivió al amparo de la aldea, pero, como todos sus hermanos, la abandonó en busca de un futuro mejor en la ciudad. Ahora, al cabo de los años, su nombre había dejado de producirle la zozobra que le causara recién llegado a la ciudad; una ligera sonrisa a lo sumo de los más mayores y, un desdén absoluto por su significado entre los más jóvenes que, ante un Papá Noel comercial y simplón, lo habían adoptado como representante de la ilusión.
Melchor, huyendo del pitorreo, lo fue adoptando paulatinamente hasta que formó parte de su rutina navideña.
Aquel año, Melchor y un par de matrimonios amigos pasarían las navidades en la aldea, la gran mayoría de las casas habían dejado de tener dueños y el señor Epifanio las tenía a su cargo y las mantenía habitable, a pesar de su edad.
Melchor le había comprado a su padre una escopeta de caza, mucho más liviana que la que usaba cada febrero para la caza con reclamo de la perdiz.
La cena de Nochebuena había sido copiosa, pero él acostumbrado a la parquedad de su régimen, apenas había cenado; el ruido de la familia lo había aturdido y le había hecho retirarse a su habitación; desde el refugio de su cama escuchó como se retiraban igualmente a las cabañas ya bien entrada la madrugada.
El señor Epifanio sintió ruidos en una de las ventanas de la cocina, como si alguien la forzara; se levantó y tomó su escopeta de caza de lo alto del ropero; con sigilo se aproximó a la puerta de la cocina y en la penumbra, apenas iluminada por los rescoldos de la chimenea, un gordo seboso vestido de forma ridícula y escandalosa trataba de robarle sus escasas pertenencias, las acumuladas con tanto sacrificio a lo largo de muchos años, los recuerdos de su difunta Eloisa, que en gloria esté.
El grueso ladrón se disponía a sacar algo del saco que mantenía abierto, cuando lo vio recortado por la tenue luz de las ascuas.
-Jo,jo, jó- le gritó sacando una escopeta; el señor Epifanio supo que el ladrón además de inconsciente -¿ a quién se le ocurre venir a robar vestido de colorao?-, era tartamudo, si no, a qué ese jo, jo, jo, que no podía ser otra cosa que jódete viejo o algo así. No se lo pensó dos veces, aquellos granos de sal de sus cartuchos del 12, le harían pasar las de Caín por lo menos hasta el día de Reyes.

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