viernes, 16 de noviembre de 2007

La camisa

La compró en un buen centro comercial de esos que surgen como esporas alrededor de cualquier ciudad española. Era simplemente de algodón, la clásica camisa vaquera, 100% algodón; sin embargo, la etiqueta era mucho más amplia que las de las camisas de los montones de alrededor. Lo que le llamó la atención fue la historieta sobre algodones transgénicos que ayudaban a mantener la piel del usuario seca sin sensación de calor; hablaba de propiedades especiales conseguidas en laboratorio, no repelía el agua como los pantalones de un montón varios metros más allá, era otra cosa: una especie de comunión entre el algodón de la camisa y la salinidad de los humores del cuerpo. El algodón del que la camisa estaba hecha, era una sustancia viva que se transmutaba en algo similar pero distinto en contacto con el sudor de la piel: adquiría propiedades nuevas, que no especificaba la etiqueta. Compró la camisa, aun a pesar de su precio, simplemente por la novedad del material en que había sido fabricada. Su mujer no entendió ese dispendio por el simple hecho de experimentar aquellas novedades que la etiqueta anunciaba; además, exigía lavado en seco, a lo que no estaba dispuesta; la camisa se lavaría como todo lo demás, en la lavadora; eso sí, la centrifugaría a pocas revoluciones, no fuese a ser que aquella materia explotase a tanta velocidad. Las primeras puestas fueron totalmente normales, la sintió como cualquier otra camisa de algodón: cuando hacia calor y sudaba se mojaba como las demás. Un par de semanas más tarde le salió una ligera erupción en toda la piel que la camisa cubría, sin embargo, no lo relacionó, de hecho se había olvidado de toda aquella historieta que anunciaba el fabricante de la camisa transgénica. Él lo achacó a unos boquerones en vinagre que había probado el día anterior; la erupción no picaba ni resultaba repugnante a la vista: eran pequeños granitos sin cabeza, desde el cuello hasta la cintura, por delante y por detrás, brazos incluido hasta las muñecas. El dermatólogo no supo determinar exactamente a qué era debido aquella erupción, divagó, recetó y se marcharon no muy preocupados, pero suficientemente incómodos; él por la simple erupción, ella porque sospechaba que pudiese ser algo similar a un herpes genital -acababa de leer un artículo sobre ello en el semanal de los domingos-; el artículo no especificaba donde salía el prurito, aunque siendo genital debería haber sido más que evidente. Ella por si las moscas comenzó a rechazarlo en la cama. Fue hospitalizado cuando de cada granito surgió una especie de vello de color verde que le cubrió el torso y la espalda de una suave pelusa verde; de igual manera los brazos se convirtieron en un trigal sin amapolas. Conforme el vello crecía convirtiéndose en tallos, su salud empeoraba como si su salud fuese el abono de aquellas extrañas mutaciones.
Del laboratorio llegó el resultado del análisis: eran tallos vegetales, planta vivaz de la familia de las malváceas. Los tallos verdes al principio, se fueron tornando rojizos al punto de florecer. Una cama especial lo mantenía erguido para procurar no tronchar los cultivos de su espalda. Cuando floreció, próximo a la primavera, unas bonitas flores amarillas de manchas encarnadas inundaron su cuerpo. Parecía un anuncio floral. Se había convertido en un caso único, un caso de estudio internacional y así estaba ocurriendo: cientos de científicos de todo el mundo transitaban por su habitación acompañados de traductores; intentaban averiguar el por qué de aquellos cultivos de algodón. El escaso orgullo que aún le quedaba por ser un caso único universal, también se le vino abajo. Veintidós casos idénticos al suyo se estaban dando en España y todos fueron concentrados en el mismo hospital; se creó la Unidad de Estudio de Algodón Humano, a la que los chistosos sanitarios llamaban el Servicio Nacional del Algodón, SENAL, mucho más fácil de pronunciar que UEAH, que sonaba más a admiración onomatopéyica que a otra cosa y así era, todos los científicos que se enfrentaban por primera vez a aquellos algodonales, emitían algún sonido:uau, augh, ough, incluso hostia dijo uno de Murcia. Cuando próximos al verano se abrieron las capsulas donde semillas y borra se entrelazan prestas a ser recolectado el algodón, nuestro amigo y sus campos limítrofes, treinta y seis en esos momentos, se encontraban muy débiles. Los médicos decidieron recolectar y ver si al retirar el fruto podría mejorar la ya escasa salud de los miembros del SENAL. Un quintal de algodón, de una pureza extraordinaria a decir de los expertos del ministerio de Agricultura. Nuestro amigo murió una mañana, su débil corazón no pudo resistir la idea de que pudiesen quemarle los rastrojos de su cuerpo -medida muy popular entre los agricultores de su tierra-, se lo había escuchado a un enfermero, un gracioso -nada don Mario, ahora una quema controlada de rastrojos y con las primeras lluvias del otoño, a sembrar de nuevo-. Mario no estaba para bromas y después de lo que había pasado, se creía cualquier cosa. El fuego no lo resistía desde que de niño, encendiendo una cerilla, la cabeza de fósforo se desprendió y le ardió por completo pagada a la yema de su dedo índice. Mario, momentos antes de morir, tuvo una clarividencia -¡la camisa!- pensó, se acordó de su camisa y de la etiqueta menos, porque era demasiada confusa, pero sí de las propiedades por descubrir que aquel algodón transgénico suministraba en contacto con la salinidad de su sudor. Le consoló que hubiese sido una camisa y no unos calzoncillos y sonriendo con aquella imagen de su miembro florecido se murió. Durante su entierro, su hijo mayor de riguroso luto, quiso darse un toque juvenil y un homenaje a su fallecido padre, poniéndose con el traje azul la camisa de algodón de su padre, aquella que tanto le gustaba. Los médicos, meses más tarde, consideraron que aquella extraña enfermedad era hereditaria.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Es genial, su subrealismo te hace entrar en un mundo irreal que todos querríamos en algún momento que existiera

Antonio Ruibérriz de Torres dijo...

Todos menos los campos humanos de algodón transgénico.