viernes, 16 de noviembre de 2007

La niebla

Surgió de la niebla, dijo el joven lector mientras el profesor caminaba entre las hileras de pupitres. Su pensamiento andaba por esos vericuetos que conforman la mente de un aburrido maestro harto de aguantar lo inimaginable. Surgió de la niebla, repitió Don Anselmo, aunque en la actualidad ya no era conocido como tal, sino simplemente por Anselmo e incluso por oye tú. Surgió de la niebla, volvió a repetir interrumpiendo el relato de un jovenzuelo con cresta que, con cuatro o cinco aretes en la oreja derecha, desgranaba a trompicones un relato con la misma desgana con la que Don Anselmo lo escuchaba.
-Odio esa expresión –comentó como distraído aproximándose a la ventana-, no hay niebla de donde yo pueda surgir y arrebataros vuestra estupidez.
Abrió la ventana, trepó con dificultad al alfeizar y se lanzó al vacío; los niños, o lo que aquella pandilla de bípedos de calzones anchos y caídos pudiese ser denominada, corrieron a ver el suicidio de su profesor sin recordar que el aula se encontraba en el bajo de aquel IES, lo cual, una vez cerciorada su ubicación llevó a los alumnos a sentirse defraudados. Don Anselmo se levantó del suelo con dignidad, un chicle pegado a la rodilla hizo de tela de araña por unos instantes mientras se incorporaba; se sacudió las cáscaras de pipas adheridas a su raída chaqueta, y cruzando hasta la mitad del patio se volvió para mirar por última vez a aquellos productos del subdesarrollo intelectual.
Una niebla espesa había comenzado a trepar por la valla del instituto, espesa y blanca, opaca de pura espesa; una vez alcanzada la parte superior de la valla, cayó al patio como cae la leche desde un tetrabrick, sin salpicar claro está, pero llenando el espacio de una blancura radiante. Don Anselmo percibía la humedad de aquella nube que se aproximaba inexorablemente y él, generoso, hizo por ella, caminó entusiasmado hacia la masa blanca, su redentora masa blanca, la que posiblemente lo trasladase a otro momento, a otro lugar, a alguna otra circunstancia que le devolviese la esperanza en el futuro de la humanidad, y de la enseñanza, por supuesto.
-¿Qué estará haciendo el que descubra la vacuna del SIDA? –se preguntó recordando un anuncio de la radio- Desde luego si está estudiando, no se encuentra en este instituto. Aceleró el paso para sumergirse en aquella espuma húmeda. Sintió la espesura de la nube, no recordaba esa textura en nieblas anteriores, ergo aquéllo era una señal. Aquel argumento silogístico le reconfortó en su ceguera, ¿cuál debería ser el siguiente paso?
La niebla lo ocupaba todo en su expansión, saltaron los botones de su camisa, la chaqueta no cedía y le apretaban las costuras hasta hacerle daño, el cinturón y la corbata lo estrangulaban; rápidamente aflojó el nudo y se soltó los pantalones, se quitó la chaqueta y lanzó lejos sus zapatos mocasines. Sonrió cuando reventaron los calcetines, no los vio, sólo una sensación de cosquilleo en los pies le indicó lo ocurrido.
Una palmada en las nalgas le dejaba en cueros vivo: los expandidos calzoncillos -braslip los llamaba el viejo profesor ya que le resultaba más digna denominación que aquel diminutivo castellano que tapaba sus vergüenzas-, acababan de saltar por el aire. La lechada lo había dejado desnudo, debía ser una nueva señal, "renacer desnudo a una nueva realidad" –distinta-, confiaba. No sentía vergüenza por su desnudez ya que ni tan siquiera podía verse la mano a escasos centímetros de sus ojos.
No se había dado cuenta, pendiente como estaba de su expandible streattease, que tragaba y respiraba aquella masa blanca sin que en su interior notase malestar o dolor o lo que sientan las personas al reventarles los pulmones. Un leve recuerdo de la película Alien lo frenó en su errático deambular por el interior de la masa. Se escuchó, se palpó, se auscultó, nada presuponía que aquella masa pudiese abrirlo en canal, luego aquella señal le indicaba que esta locura era posible, tan así como que comenzaba a sentir la transformación.
Sintió que la masa no entendía de intimidades y que también penetraba por su esfínter; aquello no le gustó demasiado, aunque resultara refrescante. No había nada de machotismo irredento –palabra inventada por él y de la que se sentía muy orgulloso-, en absoluto, lo único que no quería eran expansiones en semejante lugar, su talón de Aquiles durante años, debido a su pertinaz estreñimiento y las consiguientes hemorroides que acumulara.
Su mente ahora era mucho más clara, notaba el fresco aroma a tierra mojada a pesar de creer pisar cáscaras de pipas por doquier, cáscaras sobre hormigón –sus alumnos anteriores a la niebla no tenían educación, y así dejaban el patio después de cada recreo-. Olía, sí, y la luz que antes no traspasaba la masa redentora, ahora se hacía más notable reduciendo la textura de la nube. -Ahí debe estar mi renovación, ahí el resurgir de mi hastío, mis nuevos alumnos entregados al aprendizaje, ahí mi verdadera vocación de docente-. Corrió hacia ellos, sus alumnos nuevos, quería conocerlos antes de su primera clase.
Surgió de la niebla, Don Anselmo acababa de surgir de la niebla, sus alumnos, los alumnos de todo el instituto esperaban en silencio la llegada del viejo profesor, antiguas caras renovadas por la masa redentora se abrían respetuosamente a su paso. Un grupo de colegas, que digo un grupo, pensó el renovado maestro, el claustro en su totalidad sale para arroparme en mi llegada, y marchó jubiloso al encuentro.
Las sirenas de la ambulancia iniciaron su canto al traspasar la verja corredera del patio del recreo. Don Anselmo en el interior de aquella sonora limusina descansaba antes de su clase magistral, yacía renovado en una camilla, tapada su desnudez con una de esas mantas doradas a la que el cansado profesor confundió con una toga de la que no encontraba el correspondiente birrete.

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