miércoles, 3 de febrero de 2010

La ventisca

No ha parado de nevar en todo el día de ayer. Hoy sigue nevando, aunque no hace excesivo frío: siete grados bajo cero. El viento levanta la nieve arremolinada en los tejados y la hace flotar en un torbellino sobre los que esperamos la llegada del autobús de espalda al viento, todos arrebujados como los pingüinos de espalda a la ventisca. Ráfagas de nieve polvo se levantan del suelo, como latigazos de arena en las playas del Puerto en día de Levante y que tan bien conoce Violeta.
Voy en autobús al trabajo y me vuelvo andando, así le tomo el pulso a la ciudad y observo sus costumbres, no muy diferentes a las de cualquier ciudad española. Algunos jóvenes, normalmente varones —será por la inmadurez endémica del macho joven—, se pelan de frío por mantener un look más propio de una ciudad mediterránea: pantalones vaqueros caídos, sin gorro y guantes, mucho algodón y poca lana, zapatillas de colorines que presumo mojadas y con deditos morados en el interior, pero como si tal cosa; los miras desde la emboscadura de tus prendas de abrigo y ellos te sostienen la mirada desde sus caras enrojecidas de congelación.
Más acostumbrados que yo a estos fríos lo están, desde muy chiquititos: dos madres sentadas en el interior de un restaurante muy coqueto, casita colonial de madera, mitad tienda de detallitos de decoración, mitad cafetería restaurante con ínfula de café para intelectuales. Almorzábamos mi mujer y yo entre cojines, vasos suecos, cortinas y otras zarandajas de decoración al lado de las dos madres jóvenes y rubias, como suelen ser las de aquí. Nos llegó del exterior el llanto de un bebé. Se levantaron las mamás y, a través del ventanal, vimos como de dos carritos de niños aparcados bajo la nevada, extraían sus bebitos y los metían al interior, una para amamantarlo y la otra para endiñarle un potito. Es verdad que los carritos y la impedimenta son propios de estas frías tierras, pero extraña un poco, al menos a los que en cuanto vemos grados bajo cero nos da un escalofrío.
La nieve caída durante la noche ha cubierto calles y aceras sin dar tiempo a los empleados del ayuntamiento a retirarla, al menos de las calles principales. Un barrizal helado cubre el asfalto, dándome la impresión, la misma sensación de frío abandono que aquellas escenas de la película “Colmillo Blanco” cuando Klaus María Brandauer acudía al poblacho minero y cruzaba la calle: igual.
Los coches, con sus copetes de nieve en lo alto y una masa de hielo negro, colgando del chasis, detrás de cada rueda, circulan como si tal cosa, mientras alguna mota de nieve se posa incómodamente en el lacrimal.
De vuelta a casa, encontraré fumadores sentados en las terrazas de los bares, bajo calentadores eléctricos, cubiertos con una manta, tomándose una cerveza de nueve euros, mientras saborean un cigarrillo de 50 céntimos, mientras yo atravieso una ciudad cubierta de mierda blanca.

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